domingo, 15 de abril de 2012

NEW YORK


Una ciudad con dos ríos,
chinos, negros y judíos
con idénticos anhelos.
Y millones de habitantes,
pequeños como guisantes
vistos desde un rascacielos.
En invierno, un cruel frío
que hace llorar. En estío,
un calor abrasador
que mata al gobernador
-que es siempre un señor con lentes-
y a los doce o trece agentes
que lleva a su alrededor.
Soledad entre las gentes.
Comerciantes y clientes.


Un templo junto a un teatro.
Veintitrés o veinticuatro
religiones diferentes.
Agitación. Disparate.
Un anuncio en cada esquina.
Jazz-band. Jugo de tomate.
Chicle. Whisky. Gasolina.
Circuncisión. Periodismo:
diez ediciones diarias,
que anuncian noticias varias
y todas dicen lo mismo.
Parques con una caterva
de amantes sobre la hierba
entre mil ardillas vivas.
Oficinas sin tinteros:
con kalamazoos, ficheros,
con nueve timbres por mesa
y con patronos groseros
con caras de aves de presa.
Espectáculos por horas
Sandwichs de pollo y pepino.
Ruido de remachadoras.
Magos y adivinadoras
de la suerte y del destino.
Hombres de un solo perfil,
con la nariz infantil
y los corazones viejos;
y el cielo pilla tan lejos
que nadie mira a lo alto.
Radio. Brigadas de asalto.
Sed. Coca-Cola. Sudor.
Cemento. Acero. Basalto.



















Limpiabotas de color.
Garajes con ascensor.
Prisa. Bolsa. Sobresalto.
Y dólares. Y dolor;
un infinito dolor
corriendo por el asfalto
entre un Chevrolet y un Ford.
Suciedad junto a limpieza.
Miseria junto a riqueza.
Junto al lujo mal olor.
Dicho y no va más, señor.

Jardiel Poncela